No se olvidan de nosotros -dice sobre las dos de la
tarde Joaquín Torres. El juez de paz de Paradas, en la provincia de
Sevilla, acaba de abandonar su puesto y se dispone a aliviar con una
cerveza el calor y las preguntas. El dueño del bar Montero lo mira con
resignación y contesta: "Y nunca se olvidarán... ¿Unas aceitunas?".
Eso de lo que nadie se olvida es, por supuesto, el
crimen de Los Galindos, el suceso sobre el que han girado todas las
preguntas dirigidas al juez y a los 7.000 habitantes del municipio en
los últimos 33 años. Nadie pagó por los cinco asesinatos cometidos en el
cortijo aquella tarde del 22 de julio de 1975. Una investigación
torticera en las primeras horas y la sombra de intereses ocultos en los
años sucesivos hicieron que el caso prescribiera en 1995 sin que se
conocieran los nombres de los culpables. Pero en Paradas siguen
queriendo saber lo que pasó. Cada cual tiene su teoría, levantada
durante todos estos años sobre largas conversaciones, recortes de prensa
y detalles del sumario.
El municipio de Paradas se halla a unos 53 kilómetros de
Sevilla, en la campiña que queda entre los ríos Corbones y Guadaira,
bajo un cielo despejado y un sol perverso. A tres kilómetros de allí,
por la carretera que lleva a Carmona, se encuentra el cortijo Los
Galindos, propiedad de la esposa del marqués de Grañina, Gonzalo
Fernández de Córdoba y Topete, descendiente directo del Gran Capitán.
Para acceder al cortijo hay que atravesar un camino con pocas ganas de
serlo que se abre paso entre un inmenso campo de girasoles. El resto de
las 400 hectáreas que conforman la hacienda son cosechas de trigo,
cebada y aceituna. Los ladridos de un perro advierten a un jornalero.
-¿Es éste el cortijo de Los Galindos?
-No. Éste se llama Nuestra Señora de la Merced. ¿No ve el nombre que hay escrito?
-Es que me habían dicho que era éste.
-Pues no.
-¿Y no sabe dónde puede estar Los Galindos, un cortijo donde mataron a cinco personas hace muchos años?
-No. Yo no sé nada.
Poco después aparece un hombre vestido con tejanos, polo
rojo, sombrero de paja y gafas de sol. Es el hijo del marqués. El
hombre disculpa al jornalero. Cuenta que le cambiaron el nombre al
cortijo después de lo que pasó y que a veces han tenido problemas.
"Entiéndalo. Ha venido gente de muy malos modos exigiendo explicaciones
que no podíamos dar. Mi padre intentó protegernos de todo lo ocurrido.
Yo era muy pequeño. Fue una desgracia. Ojalá se supiera quién lo hizo",
comenta antes de despedirse.
El lugar transmite esa inquietud de las tragedias que
ocurren a plena luz del sol. Más aún si se han visto algunas fotos de la
matanza: el despacho del capataz, Manuel Zapata, asesinado a golpes; el
reguero de sangre que dejó el cadáver de su mujer, Juana Martín,
también golpeada hasta morir con la misma pieza de empacadora que mató a
su marido; el cobertizo donde aparecieron carbonizados los cadáveres de
José González y su mujer, Asunción Peralta; el tractor abandonado por
Ramón Parrilla, muerto a escopetazos al intentar escapar, y la imagen
del muro que daba entrada a la propiedad de los marqueses donde alguien
escribió con letras grandes: "Aquí mataron a cinco".
Es martes, 22 de julio de 1975. El calor sevillano es
inaguantable a las cuatro y media de la tarde. Termina su trabajo
Antonio Fenet, que lleva un buen rato haciendo cuchillo (limpia de los
pies de los olivos) en una loma que dista un kilómetro del cortijo.
Fenet divisa una columna de humo que sale del cobertizo. Coge la moto y
se dirige al caserío, pero las llamas le sugieren que lo mejor será
pedir ayuda en el pueblo. Hacia el lugar se dirige un grupo nutrido de
hombres (hay quien dice que unos cincuenta) comandados por el cabo de la
Guardia Civil, Raúl Fernández, y dispuestos a sofocar el fuego. Cuando
lo apagan hallan los primeros cadáveres, los cuerpos carbonizados del
tractorista José González (27 años) y su mujer, Asunción Peralta (33).
El cabo empieza una inspección ocular que quedará para los anales de la
historia policial como ejemplo de cómo cargarse la escena de un crimen
en pocos minutos. El cabo lleva detrás al grupo de vecinos pisándolo
todo, tocándolo todo y borrando sin querer pistas cruciales.
Juana Martín, la mujer del capataz, aparece en una
habitación del fondo de su vivienda, tendida en el suelo entre dos camas
y con la cara machacada por los golpes de uno de los dientes de la
empacadora. El rastro de sangre recorre todo el pasillo hasta el comedor
donde fue asesinada. Otro surco sangriento sale de la sala de máquinas,
en el patio del cortijo, se dirige hasta la vivienda del capataz y
desde allí, a través de la puerta principal, hacia la carretera por el
camino de albero. A unos 200 metros, bajo un árbol, hallan tapado con
paja el cadáver de Ramón Parrilla, de 39 años, abatido de dos tiros con
una escopeta de calibre 16. El último disparo fue por la espalda. La
lógica de la Guardia Civil del año 1975 no se anda con demasiadas
contemplaciones: falta Zapata, ergo ha sido él. Los vecinos de Paradas
se encierran en sus casas. También lo hacen el marqués y el
administrador de la finca, Antonio Gutiérrez Martín. Segundo gran error
del día. Los dos hombres despachan a los agentes que aún quedan en el
cortijo sin que ninguno de ellos les chiste, y pasan allí la noche. Dos
días más tarde, en la mañana del 25, la perra del capataz encuentra el
cuerpo de su amo bajo un árbol, oculto entre la paja y con un golpe
causado por la pieza de empacadora que mató a su mujer. Sospechoso
descartado. La autopsia dice poco después que fue el primero en morir.
No hay pruebas, así que empiezan las hipótesis. Todas
las que surgieron en los años siguientes fueron ocultando cada vez más
la realidad de lo que pasó aquella tarde. La primera de ellas salió de
la misma Guardia Civil, la sostuvo la policía y fue mantenida durante
años por muchos de los que investigaron el caso, como el ex fiscal jefe
de Sevilla, Alfredo Flores. El móvil pasional era el que explicaba esta
teoría. José González, el tractorista asesinado junto a su esposa, había
pretendido a la hija del capataz tiempo atrás, pero éste se había
negado. La tensión entre los dos hombres, que viene de entonces, salta
por una discusión, tal vez la rotura de la empacadora. José se enfada
mucho y golpea a Zapata. Luego mata a la esposa de éste. Es sorprendido
entonces por Ramón Parrilla y lo mata de dos disparos. Regresa al pueblo
en busca de su mujer. Algunos testigos le ven sobre las tres de la
tarde con Asunción en su Seat 600 en dirección al cortijo. Dicen que
iban contentos, pero la versión oficial de entonces establece que
González mata allí a su mujer y luego se quema con ella. Vista hoy, la
hipótesis resulta absurda, pero es la que se mantuvo durante siete años,
hasta que un juez encargado del caso y poco convencido de la versión
policial ordenó la exhumación de los cadáveres y una nueva autopsia. El
forense Luis Frontela determinó entonces que José González murió de un
fuerte golpe en la cabeza con un objeto contundente y que luego fue
amputado de brazos y piernas. "Aquella investigación sirvió para limpiar
el honor de González y de sus familiares", señala el juez de paz,
Joaquín Torres, en su despacho. "Y eso fue muy importante, porque se
habían dicho cosas muy duras que hicieron daño a su familia. José
González era un hombre discreto, igual que las demás víctimas, gente
sencilla y humilde, todos ellos muy educados, como la mujer de Zapata,
que tenía una gran cultura".
Surgieron nuevas teorías. La más conocida salió de la
pluma del escritor Alfonso Grosso. En su novela Los invitados (1978),
que se convertiría en película con Lola Flores en el papel de Juana,
Grosso explica el móvil del múltiple crimen como un asunto de drogas.
Según él, en la finca se plantaba hachís. Esa plantación estaba
relacionada con una red internacional de traficantes que resultan ser
los asesinos. Le salió una buena novela, pero literatura al fin y al
cabo. "Esa historia es falsa. Nos habríamos dado cuenta en el pueblo de
que allí se plantaba droga. No tenía ningún sentido", añade Torres.
Surgieron más comentarios, más hipótesis: que si habían sido unos
legionarios, que si había algo muy gordo detrás de todo... En 1983
aparece una carta de un anónimo que se confiesa autor de los crímenes y
acusa a un allegado al cortijo de ser coautor e inductor de las muertes.
La existencia de la carta, cuyo matasellos es de 1976, fue ocultada
siete años al juez. Aunque tenía algunas inexactitudes, su autor
coincidía en su versión de los hechos con muchas de las cuestiones
apuntadas tras la exhumación de los cadáveres: el objetivo de la matanza
era Manuel Zapata, y las demás víctimas fueron testigos indiscretos o
simplemente cadáveres con los que dos o más personas intentaron
complicar el caso.
Eso sí tenía sentido. Cobró fuerza entonces la hipótesis
que hasta ahora parece más probable. Así la explicaba en 1983 el
periodista de EL PAÍS Ismael Fuentes, ya fallecido: "Como muchas veces
ocurre, la realidad es más sencilla. Fue ésta. Desde hacía tiempo se
venía produciendo un fraude en la producción de la finca, esto es, se
declaraba menos de lo que se recogía verdaderamente, y el excedente se
desviaba a otro mercado distinto, sin que constase en los libros de
cuentas. El capataz descubrió el asunto y así se levantó el hacha de la
muerte sobre el cortijo, pues amenazó con destaparlo todo. El resto es
una combinación de coincidencia y factores típicos de esa España rural y
negra".
Aun así, ninguna de estas teorías fue probada ni explica
los cabos sueltos que todavía siguen dando vueltas en la cabeza de los
paradeños: por qué José González llevó ese día a Asunción al cortijo si
ésta rara vez lo pisaba; por qué el marqués se quedó dos noches seguidas
en la casa, la última de ellas con tan sólo dos guardas en toda la
hacienda; por qué el administrador fue en la mañana de aquel martes al
cortijo si solía ir sólo los viernes; por qué los asesinos usaron
distintas técnicas para acabar con sus víctimas; por qué la perra del
capataz tardó tres días en encontrar el cadáver de su amo y, sobre todo,
por qué la investigación fue llevada en un primer momento por policías
inexpertos en ese tipo de casos. Hay quien lo resuelve en Paradas con un
refrán inacabado: "Donde manda patrón...".
Además de ser juez de paz, Joaquín Torres es maestro de
escuela. Un tipo amable y listo que sabe despachar y mediar con sus
vecinos. Le gustaría que su pueblo llegaran visitantes por las fiestas
de San Eutropio, por el cuadro de El Greco que tienen en la Iglesia y
"por la magnífica gente que tenemos aquí". Pero es inevitable que
Paradas se asocie por muchos años con el crimen de Los Galindos, al
menos mientras siga sin saberse lo que pasó aquel 22 de julio. "Los que
lo hicieron se salieron con la suya y ya no se puede hacer nada para que
paguen por ello. Pero la verdad...", dice el dueño del bar Montero
mientras sirve a los clientes, "la verdad no prescribe nunca".